La historia de Sansón es un relato de contrastes: un hombre dotado de fuerza sobrenatural, pero atormentado por sus pasiones. Nacido bajo una promesa divina, su madre, estéril hasta entonces, recibió la visita de un ángel que le anunció que tendría un hijo destinado a liberar a Israel de los filisteos. Desde su nacimiento, Sansón fue consagrado como nazareo, un título sagrado que le prohibía cortarse el cabello, beber vino o tocar cadáveres.
Con una fuerza descomunal, Sansón creció para convertirse en una pesadilla para los filisteos, el pueblo que oprimía a Israel. Su vida dio un giro cuando se enamoró de una mujer filistea en Timná. Durante el viaje a su boda, mató a un león con sus propias manos, un acto que luego usó para plantear un enigma a sus enemigos. Cuando los filisteos descubrieron la respuesta gracias a su esposa, Sansón, consumido por la ira, masacró a treinta hombres y quemó cosechas enteras atando antorchas a zorros, iniciando una sangrienta venganza.
Pero su mayor debilidad no eran los filisteos, sino las mujeres. Dalila, una de ellas, lo sedujo para descubrir el secreto de su fuerza. Tras meses de insistencia, Sansón confesó que su poder residía en su cabello, símbolo de su voto sagrado. Mientras dormía, Dalila le cortó sus siete trenzas. Los filisteos lo capturaron, le arrancaron los ojos y lo encadenaron en una prisión, donde lo obligaron a moler grano como un animal.
Humillado, Sansón vivió como un trofeo de guerra hasta que los filisteos lo llevaron a su templo para burlarse de él durante una fiesta. Con el cabello crecido y su fuerza renovada, Sansón oró por una última oportunidad. Agarró las columnas que sostenían el templo y, con un esfuerzo sobrehumano, las derribó. El edificio colapsó, matando a miles de filisteos… y a él mismo.
Así terminó Sansón: ciego, traicionado, pero cumpliendo su destino de liberar a Israel. Su historia, más que un relato de músculos y hazañas, es un recordatorio de que la verdadera fuerza no reside en el cuerpo, sino en la lealtad a un propósito. Un héroe imperfecto, cuyos errores y redención siguen resonando como un eco de la complejidad humana.